Viaje al centro de la tierra
“¡Ven, Axel! No había tenido aún tiempo material de moverme cuando el profesor, con acento descompuesto, me gritó: —Pero, ¿qué haces que no estás aquí ya? Y me precipité en el despacho de mi irascible maestro. Otto Lidenbrock no es una mala persona, lo confieso ingenuamente; pero, como no cambie mucho, lo cual creo improbable, morirá siendo el más original e impaciente de los hombres”.
“…Cuando entré en el despacho, estaba bien ajeno de pensar en esto; mi tío solo absorbía mi mente por completo. Hallábase arrellanado en su gran butacón, forrado de terciopelo de Utrecht, y tenía entre sus manos un libro que contemplaba con profunda admiración. — ¡Qué libro! ¡Qué libro! —repetía sin cesar. Estas exclamaciones recordáronme que el profesor Lidenbrock era también bibliómano en sus momentos de ocio; si bien no había ningún libro que tuviese valor para él como no fuese inhallable o, al menos, ilegible”.
“…Un incidente imprevisto vino a dar a la conversación otro giro. Fue éste la aparición de un pergamino grasiento que, deslizándose de entre las hojas del libro, cayó al suelo. Mi tío se apresuró a recogerlo con indecible avidez. Un antiguo documento, encerrado tal vez desde tiempo inmemorial dentro de un libro viejo, no podía menos de tener para él un elevadísimo precio. —¿Qué es esto? —exclamó emocionado. Y al mismo tiempo desplegaba cuidadosamente sobre la mesa un trozo de pergamino de unas cinco pulgadas de largo por tres de ancho, en el que había trazados, en líneas transversales, unos caracteres mágicos. He aquí su facsímil exacto. Quiero dar a conocer al lector tan extravagantes signos, por haber sido ellos los que impulsaron al profesor Lidenbrock y a su sobrino a emprender la expedición más extraña del siglo XIX”.
“—¿Qué dices? —exclamó con indescriptible emoción. —Toma —le dije, alargándole la hoja de papel por mí escrita—; lee usted. —¡Pero esto no quiere decir nada! —respondió él, estrujando con rabia el papel entre sus dedos. —Nada, en efecto, si se empieza a leer por el principio; pero si se comienza por el fin… No había terminado la frase cuando el profesor lanzó un grito… ¿Qué digo? ¡Un rugido! Una revelación acababa de hacerse en su cerebro. Estaba transfigurado.
—¡Ah, ingenioso Saknussemm! —exclamó—; ¿conque habías escrito tu frase al revés? Y cogiendo la hoja de papel, leyó todo el documento, con la vista turbada y la voz enronquecida de emoción, subiendo desde la última letra hasta la primera. Se hallaba concebido en estos términos: In Sneffels Yoculis craterem kem delibat umbra Scartaris Julii intra calendas descend audas viator, et terrestre centrum attinges. Kod feci. Arne Saknussemm. Lo cual se podía traducir así: Desciende al cráter del Yocul de Sneffels que la sombra del Scartaris acaricia antes de las calendas de Julio, audaz viajero, y llegarás al centro de la tierra, como he llegado yo. Arne Saknussemm. Al leer esto, pegó mi tío un salto, como si hubiese recibido de improviso la descarga de una botella de Leyden. La audacia, la alegría y la convicción daban un aspecto magnífico. Iba y venía precipitadamente, oprimiéndose la cabeza entre las manos; echaba a rodar las sillas; amontonaba los libros; tiraba por alto, aunque parezca increíble en él, sus inestimables geodas; repartía a diestro y siniestro patadas y puñetazos. Por fin, se calmaron sus nervios, y, agotadas sus energías, se desplomó en la butaca. —¿Qué hora es? —preguntóme, después de unos instantes de silencio. —Las tres —le respondí. — ¡Las tres! ¡Qué atrocidad! Estoy desfallecido de hambre. Vamos a comer ahora mismo. Después… —¿Después qué?… —Después me prepararás mi equipaje. —¿Su equipaje? —exclamé. —Sí; y el tuyo también —respondió el despiadado catedrático, entrando en el comedor”.
“El Sneffels tiene 5,000 pies de elevación, siendo, con su doble cono, como la terminación de una faja traquítica que se destaca del sistema orográfico de la isla. Desde nuestro punto de partida no se podían ver sus dos picos proyectándose sobre el fondo grisáceo del cielo. Sólo distinguían mis ojos un enorme casquete de nieve que cubría la frente del gigante”.
“De las tres rutas que ante nosotros se abrían, solo una había sido explorada por Saknussemm. Según el sabio islandés, debía reconocerse por la particularidad, señalada en el criptograma, de que la sombra del Scartaris acariciaba sus bordes durante los últimos días del mes de junio. Se podía considerar, pues, aquel agudo pico como el gnomon de un inmenso cuadrante solar, cuya sombra de un día determinado señalaba el camino del centro de la tierra”.
“No habría dado aún cien pasos cuando descubrieron mis ojos pruebas irrefutables. Era lógico que así sucediese, porque, en el período silúrico, encerraban los mares más de mil quinientas especies vegetales o animales”.
“La luz eléctrica arrancaba vivos destellos a los esquistos; las calizas y los viejos asperones rojos de las paredes; parecía que nos hallábamos dentro de una zanja profunda, abierta en el condado de Devon, que da su nombre a esta clase de terrenos. Magníficos ejemplares de mármoles recubrían las paredes: unos de color gris ágata, surcados de venas blancas caprichosamente dispuestas; otros de color encarnado o amarillo con manchas rojizas; más lejos, ejemplares de esos jaspes de matices sombríos, en los que se revela la existencia de la caliza con más vivo color. En la mayoría de estos mármoles se observaban huellas de animales primitivos; pero, desde la víspera, la creación había progresado de una manera evidente. En lugar de los trilobites rudimentarios, vi restos de un orden más perfecto, entre otros, de peces ganoideos y de esos sauropterigios en los que la perspicacia de los paleontólogos ha sabido descubrir las primeras manifestaciones de los reptiles. Los mares devonianos estaban habitados por gran número de animales de esta especie, que depositaron a miles en las rocas de nueva formación. Era evidente que remontábamos la escala de la vida animal cuyo último y más elevado peldaño ocupan las criaturas humanas”.
“— ¡El mar! —exclamé. —Sí —respondió mi tío—, el mar de Lidenbrock. Y me vanagloria que ningún navegante me disputará el honor de haberlo descubierto ni el derecho de darle mi nombre. Una vasta extensión de agua, el principio de un lago o de un océano, se prolongaba más allá del horizonte visible. La orilla, sumamente escabrosa, ofrecía a las últimas ondulaciones de las olas que reventaban en ella una arena fina, dorada, sembrada de esas pequeñas caparazones donde vivieron los primeros seres de la creación. Las olas se rompían contra ella con ese murmullo sonoro y peculiar de los grandes espacios cerrados, produciendo una espuma liviana que, arrastrada por un viento moderado, me salpicaba la cara. Sobre aquella playa ligeramente inclinada, a cien toesas, aproximadamente, de la orilla del agua, venían a morir los contrafuertes de enormes rocas que, ensanchándose, se elevaban a una altura tremenda. Algunos de estos peñascos, cortando la playa con sus agudas aristas, formaban cabos y promontorios que las olas carcomían. Más lejos, se perfilaba con gran claridad su enorme mole sobre el fondo brumoso del horizonte.
Era un verdadero océano, con el caprichoso contorno de sus playas terrestres; pero desierto y de un aspecto espantosamente salvaje. Mis miradas podían pasearse a lo lejos sobre aquel mar gracias a una claridad especial que iluminaba los menores detalles. No era la luz del sol con sus haces brillantes y la espléndida irradiación de sus rayos, ni la claridad vaga y pálida del astro de la noche, que es solo una reflexión sin calor. No. El poder iluminador de aquella luz, su difusión temblorosa, su blancura clara y seca, la escasa elevación de su temperatura, superior en realidad al de la luna, acusaban evidentemente un origen puramente eléctrico. Era una especie de aurora boreal, un fenómeno cósmico continuo que alumbraba aquella caverna capaz de albergar en su interior un océano. La bóveda suspendida encima de mi cabeza, el cielo, si se quiere, parecía formada por grandes nubes, vapores movedizos que cambiaban constantemente de forma, y que, por efecto de las condensaciones, debían convertirse, en determinados días, en lluvias torrenciales. Creía yo que, bajo una presión atmosférica tan grande, era imposible la evaporación del agua; pero, en virtud de alguna ley física que ignoraba, gruesas nubes cruzaban el aire. Esto no obstante, el tiempo estaba bueno. Las corrientes eléctricas producían sorprendentes juegos de luz sobre las nubes más elevadas; dibujábanse vivas sombras en sus bóvedas inferiores, y, a menudo, entre dos masas separadas, deslizábase hasta nosotros un rayo de luz de notable intensidad. Pero nada de aquello provenía del sol, puesto que su luz era fría. El efecto era triste y soberanamente melancólico”.
“Un mástil con dos palos gemelos, una verga formada por una tercera percha y una vela improvisada con nuestras mantas, componían el aparejo de nuestra balsa. Las cuerdas no escaseaban, y el conjunto ofrecía bastante solidez. A las seis, dio el profesor la señal de embarcar. Los víveres, los equipajes, los instrumentos, las armas y una gran cantidad de agua dulce habían sido de antemano acomodados encima de la balsa. Largué la amarra que nos sujetaba a la orilla, orientamos la vela y nos alejamos con rapidez”.
“Llega la noche, o por mejor decir, el momento en que el sueño quiere cerrar nuestros párpados; porque en este mar no hay noche, y la implacable luz fatiga nuestros ojos de una manera obstinada, como si navegásemos bajo el sol de los océanos árticos. Hans gobierna el timón, y, mientras él hace su guardia, yo duermo. Dos horas después, me despierta una sacudida espantosa. La balsa ha sido empujada fuera del agua con indescriptible violencia, y arrojada a veinte toesas de distancia. —¿Qué ocurre? —exclama mi tío—. ¿Hemos tocado en un bajo? Hans señala con el dedo, a una distancia de doscientas toesas, una masa negruzca que se eleva y deprime alternativamente. Yo miro en la dirección indicada, y exclamo: —¡Es una marsopa colosal! —Sí —
replica mi tío—, y he aquí ahora un lagarto marino de tamaño extraordinario. —Y más lejos un monstruoso cocodrilo. ¡Mire usted qué terribles mandíbulas, guarnecidas de dientes espantosos! Pero, ¡ah! ¡desaparece! —¡Una ballena! ¡una ballena! —exclama entonces el profesor—. Distingo sus enormes aletas. ¡Mira el aire y el agua que arroja por las narices! En efecto, dos líquidas columnas se elevan a una considerable altura sobre el nivel del mar. Permanecemos atónitos, sobrecogidos, estupefactos ante aquella colección de monstruos marinos. Poseen dimensiones sobrenaturales, y el menos voluminoso de ellos destrozaría la balsa de una sola dentellada. Hans quiere virar en redondo, con objeto de esquivar su vecindad peligrosa; pero descubre por la banda opuesta otros enemigos no menos formidables: una tortuga de cuarenta pies de ancho, y una serpiente que mide treinta de longitud, y alarga su enorme cabeza por encima de las olas. Es imposible huir. Estos reptiles se aproximan; dan vueltas alrededor de la balsa con una velocidad mayor que la de un tren expreso, y trazan en torno a ella círculos concéntricos. Yo he cogido mi carabina pero, ¿qué efecto puede producir una bala sobre las escamas que cubren los cuerpos de estos animales? Permanecemos mudos de espanto. ¡Ya vienen hacia nosotros! Por un lado, el cocodrilo; por el otro, la serpiente. El resto del rebaño marino ha desaparecido. Me dispongo a hacer fuego, pero Hans me detiene con un signo. Las dos bestias pasan a cincuenta toesas de la balsa, se precipitan el uno sobre el otro y su furor no les permite vernos. El combate se empeña a cien toesas de la balsa, y vemos claramente cómo los dos monstruos se atacan”.
Moraleja:
La narración de “Viaje al Centro de la Tierra” de Julio Verne lleva consigo la moraleja de la valentía y la curiosidad como fuerzas impulsoras para la exploración y la superación de desafíos. A través de la intrépida expedición de Axel y el Profesor Lidenbrock, se destaca el mensaje de que la valentía y el deseo de descubrir lo desconocido pueden conducir a aventuras extraordinarias y a la ampliación de los límites del conocimiento humano.
Valor Representativo:
La valentía es el valor más representativo de la narración. Tanto Axel como el Profesor Lidenbrock muestran valentía al enfrentarse a lo desconocido, desafiando peligros y superando obstáculos en su viaje al centro de la Tierra. Este valor impulsa la trama y resalta la importancia de enfrentar miedos para lograr descubrimientos significativos.
Edades Recomendadas:
“Viaje al Centro de la Tierra” es recomendado para lectores mayores de 12 años. La complejidad de la trama, los elementos científicos y la aventura intensa hacen que la obra sea más adecuada para adolescentes y adultos jóvenes. Sin embargo, la historia cautivadora y las exploraciones emocionantes pueden también ser disfrutadas por lectores más maduros.
Personas escuchando ahora mismo 0